miércoles, 22 de julio de 2009

MAGALLÓN



Magallón es mi pueblo, mi tierra. Siempre habrá un trozo de mi corazón alli. No es un pueblo cualquiera, es pueblo de vino, de jotas, de gente buena,de fiesta, y sobre todo , y aunque sea irónico de cuestas, muchas cuestas. Se asienta en el monte de la Molilla, en donde están las Tres Cruces, aun recuerdo como se siente el cierzo en la cara cuando subes alli, y puedes divisar todos los pueblos de alrededor en la lejanía.

El Santo Cristo, al cual hemos pedido tantas cosas en tantas ocasiones. Es una delicia recordar sus calles, sus buenos paseos por ellas, el Cantón, la Plaza, la fuente del Niño, las Moncinas , el Portillo, El Cabezo, que es mi calle......

Sabéis llevo muchos años fuera de Magallón, pero todos los días desayuno en el, pensareis que estoy loca, pero lo que pasa es que tengo una foto de mi pueblo en la cocina, y cuando me tomo el primer café del día, lo primero que veo es MAGALLÓN, o sea, que todos los días, me asomo a la ventana y lo primero que veo es mi querido pueblo.

Cristina Bona

jueves, 9 de julio de 2009

CANTAVIEJA



Siempre me ha provocado cierta curiosidad el porque en el Maestrazgo las mujeres tienen una luz especial en la mirada. Durante mi niñez, en las tardes de verano en la calle de los Toros en Alcañiz observaba a mi abuela que se sentaba a coser en la puerta de casa, y cocinaba a fuego lento la comida, esperando a que viniera mi abuelo el forestal de marcar pinos.
Las conversaciones de mi abuela siempre han rondado en torno a su pueblo, Cantavieja, y con sus ojos azules como un mar de promesas, me describía con cariño sus años de juventud, trabajando duro en la panadería familiar, yendo andando a la Iglesuela a casa de su “TÍo primo” ,cantando albadas aderezadas con ritual de mata cerdo con su hermana Teresa, mientras su hermano Benigno pintaba solitario los paisajes de las Masías.
Cantavieja permanecía en la retina de mi infancia como aquel lugar lejano, oculto, misterioso, adusto pero a la vez cercano y mágico. Mis recuerdos juveniles se identificaban con las visitas al lavadero, los toros, las comidas en casa Francisca, el frio helador y las raciones de vino en la peña Umbasove.
Hoy en día Cantavieja permanece viva en lo alto de la atayala. Se muestra hierática en el horizonte de roca con esencia de historia. Probablemente Dino Buzzati encontraría allí su Desierto de los Tartaros particular. Quien no conoce Cantavieja estoy seguro que la primera sensación es sobrecogedora Las calles en invierno rebosan silencio, pero este silencio es aparente. Cuando sus habitantes te abren la puerta de su casa amurallada, encuentras cercanía, amabilidad y ganas de conversar, siempre con esa timidez clásica de las personas acostumbradas a vivir por encima de los mil metros. Cantavieja poco a poco te va atrapando, y los viajes relámpago de los inicios, con el consiguiente miedo a quedarte solo con el coche en la noche callada de invierno se torna en necesidad de permanecer más tiempo allí para sentir la esencia de la tierra en el corazón de la montaña callada.

Jorge Abril. http://zalmedina.blogia.com/

miércoles, 1 de julio de 2009

ALCAÑIZ



ALCAÑIZ, recuerdos de la infancia


Mi tío José murió un 12 de abril de 2004, hace ahora cinco años. De él recuerdo, sobre todo, pequeños episodios relacionados con mi infancia en Alcañiz.

Mi hermana Belén y yo pasábamos muchas horas en su casa, que era también la de mi tía Sara y la de mis bisabuelos José y Carmen, padres de Sara y de mi abuela Vicenta.

Ellos nos cuidaban y nos entretenían con juegos y canciones (tradicionales o “de viejo”) mientras mi madre aprovechaba para ir a comprar al mercado, ya que teníamos 5 ó 6 años y no se atrevía a dejarnos solas en casa.

Recuerdo una canción en particular, han pasado más de treinta años y no he olvidado ni una coma:



“Mal de la ajada
que viene cansada
de trabajar.

Llora sin reír,
llora sin hablar.

Una palmadita
y a escapar.

¡Que va, que va,
que va y que va!

Conejico me traerás…

Si no me lo traes
¡no cenarás!”


Se trataba de jugar al escondite: una de nosotras se escondía por algún rincón de la casa y a la otra le tocaba cantar (en vez de contar). Ésta se ponía boca abajo sobre las rodillas de mi tío sentado, tapándose los ojos con las manos. Mientras tarareaba la canción, mi tío marcaba el ritmo con suaves palmadas en la espalda. La última era la más fuerte, la que coincidía con “¡no cenarás!”, y era la señal, el pistoletazo de salida para ir a buscar a la hermana escondida.

Mi tío José siempre estaba de buen humor e intentaba suavizar los gritos y regañinas que nos daba a veces mi tía Sara o mi bisabuela Carmen, que eran un poco secas. Lucía ya entonces pelo blanco y unos coloretes en las mejillas que le daban un aire de bonachón (se parecía un poco al personaje mudo de los Hermanos Marx).

Tengo guardada en mi memoria otra canción. No sé muy bien si es un trabalenguas, un cuento para dormir a los niños… Lo que sí sé es cómo sonaba de la boca de mi bisabuelo José: le ponía una voz misteriosa, como de fantasma, para dar mucho miedo al principio, porque al final saltaba la sorpresa y provocaba la risa.


“¡Kikiriquí!
cantaba el gallo.

¿Qué le pasa?

Mal en el papo.

¿Quién se lo ha hecho?

El escarabajo.

¿Dónde está el escarabajo?

Debajo de la leña.

¿Dónde está la leña?

El fuego la quema.

¿Dónde está el fuego?

El agua lo apaga.

¿Dónde está el agua?

Los toricos se la han bebido.

¿Dónde están los toricos?

A labrar se han ido.

¿Dónde está lo que han labrado?

Las gallinicas lo han escarbado.

¿Dónde están las gallinicas?

A poner se han ido.

¿Dónde está lo que han puesto?

La vieja se lo ha comido.

¿Dónde está la vieja?

A lavar se ha ido.

¿Dónde está lo que ha lavado?

¡Río abajo lo ha tirado!”


A mi bisabuelo no sólo había que escucharlo, también había que verlo. Siempre llevaba la cabeza rapada y cubierta con una boina aragonesa. Su rostro, como el de un viejo señor cubano, raspaba al darle un beso (tenían que afeitarle todos los días). Le faltaba un ojo, pero conservaba la cuenca vacía, no llevaba parche de pirata; también la mano izquierda y el dedo pulgar de la mano derecha, con la que manejaba las cartas de la baraja estupendamente cuando nos enseñaba a jugar al solitario sobre la mesa camilla. Y si no, la tenía casi siempre apoyada en su bastón. Pero era alto y fuerte como un mallo, aunque el haberse roto la cadera varias veces le obligaba a caminar despacio y algo encorvado.

De joven, después de la guerra civil, cuando estaba labrando el campo, se encontró algo que le estalló en las manos (esos malditos restos envenenados que, pasando el tiempo, provocan sorpresas desagradables). Esto le hizo perder parte de su cuerpo, pero no la dignidad ni el humor irónico y a veces desgarrador con que contaba lo que contaba.

Las personas van desapareciendo y quedan los recuerdos. Pero las personas que los poseen tienen que dejar testimonio de alguna forma, porque ellas también desaparecerán algún día. Por eso quería dejar esto escrito. Y si alguien más conoce estas canciones provocarle una sonrisa.


Marisa Lanuza Cabañero. http://marisalanca.blogspot.com/